Soñar en tiempos de crisis
Es extraño cómo las cosas pueden cambiar en tan poco tiempo. No sé cuáles son los motivos que me incitan a escribir esto. Quizás sea la necesidad de desahogarme, de contar mis problemas como si se tratase de un diario… O quizás… Quizás sea sólo la falta de un hombro sobre el que llorar. Sea lo que sea, a nadie le importa realmente el motivo. ¿Acaso alguien va a preocuparse por las lágrimas de una muchacha que ni siquiera ha terminado la ESO? Supongo que yo soy insignificante en el mundo.
Y de verdad no sé cómo ha podido cambiar todo tan rápido… El otro día se lo pregunté a mi madre.
“Mamá, ¿Cuándo empezamos a ser pobres?”
Pero, o no lo sabía, o no quiso contestarme.
Una vez, mientras comíamos (caldo, por supuesto, porque últimamente no hacemos más que comer caldo; No sé si es una costumbre de mi madre o es que los fideos están muy baratos.) se lo dije a mi padre:
“Papá, si seguimos así ¿Acabaremos viviendo debajo de un puente?” Pero él no me hizo caso. Se dedicó a sonreírme de esa forma tan falsa como suelen hacer los mayores y me revolvió el pelo. Al rato por fin se atrevió a contestarme.
“Claro que no. Dentro de poco cumplirás los dieciséis años y podrás trabajar para ayudarnos a llegar a fin de mes. No te preocupes.”
¿Saben? Yo siempre he querido ser psicóloga. Desde pequeña pensaba que podía llegar a ser apasionante descubrir la forma de funcionar del cerebro humano, desentrañar sus miedos y sus emociones, sus pensamientos, sus reacciones… Es fascinante. Pero no tiene sentido. ¿Cuándo he dejado de querer serlo? A mí nadie me ha preguntado. Si me pongo a trabajar, ¿Cómo conseguiré cumplir mi sueño?
A nadie de mi familia parece importarle en lo que trabaje dentro de un año. Sólo quieren que trabaje. Y la verdad, me pone triste la idea. ¿De verdad no somos capaces de seguir adelante?
Mi madre siempre ha sido ama de casa, asique no cuenta con ningún salario, y mi padre, que toda la vida ha sido albañil, lleva ya meses sin ir a trabajar. Iba a ir a ayudar a mi tío en la carpintería, pero justo unos días antes de empezar allí, despidieron a mi tío también. Todos despedidos. Todos sin trabajo. Todos sin dinero.
Yo sigo pensando que acabaremos viviendo debajo de un puente si la cosa sigue así. Vender el coche no fue suficiente para salir del bache, ni tampoco pedir un préstamo. Ahora sólo debemos dinero al banco. Y el banco nos odia, porque no es capaz de darnos un poco más. A mis tíos tampoco quiere darles más dinero. ¿Será que el banco odia a todo el mundo?
Mis abuelos son los únicos que se libran de lo de no llegar a fin de mes. Ellos no tienen problemas, ya no tienen hijos que alimentar y la casa es fácil de llevar. Menos mal que de vez en cuando nos dan alguna que otra ayudita.
Papá me compró una perrita al acabar el curso. Me tenían prometida una moto para cuando cumpliera los dieciséis, pero está claro que ahora no puede ser, y yo tampoco soy de exigir ni nada egoísta, asique no tuve más remedio que conformarme. La llamé Crisis, pensando en que era una perrita que había nacido en unos momentos algo difíciles.
Por supuesto a mi madre no le gustó nada la idea de meter un perro en casa.
“Más gastos para la familia” –Exclamaba cada vez que tenía ocasión. “Por si no teníamos ya suficientes bocas que alimentar.” Menos mal que Crisis era pequeñita y no comía demasiado, además de que siempre se conformaba la pobre con las sobras de nuestra comida. Siempre y cuando no comiésemos caldo, claro.
Un día mi madre vino muy feliz a casa después de hacer la compra porque había hablado con la vecina y ésta la había contratado para limpiarle la casa tres días a la semana. Cobraba una miseria, pero al menos, cobraba.
Fue una lástima que nuestra vecina decidiera mudarse unos meses después a las afueras de Madrid, donde la vida no estaba tan cara.
“Esa ricachona no ha sabido ponernos una excusa mejor” Berreaba mi padre por toda la casa. “Como si a ella le faltase dinero para vivir. ¡La gente pobre no contrata asistentas!” Y le temblaba el bigote de esa forma que hace cada vez que se enfada.
“Tendrá sus motivos” Intentaba tranquilizarlo mi madre, aunque ella también estaba abatida.
“Cállate Maruja” Se enfadaba aún más mi padre y se encerraba en la habitación, como siempre hace cuando pilla un cabreo. Y desde que no trabajaba se pasaba mucho tiempo ahí dentro.
Varias semanas después vino mi tío muy triste a casa y nos dijo que se iba. Madrid estaba convirtiéndose en un lugar muy caro, asique huían de la capital. Me apesadumbraba la idea de no ver tan a menudo a mi prima pequeña Carlota, de apenas dos añitos, que siempre iba vestida con esos trajecitos tan graciosos de bebé y sus dos coletitas rubias mientras correteaba de un lado para otro por la casa. Y aún así, no fui capaz de quejarme; Sabía que llevaban razón.
Crisis se ponía más gorda cada día, mientras que los demás adelgazábamos. Intenté ponerla a dieta, pero no podía resistir la tentación de lanzarle una o dos galletitas cada vez que ella empezaba a gemir por debajo de la mesa o me miraba con ojitos de cordero degollado.
“¡Cordero degollado debería ser de verdad!” Me protestaba mi madre cada vez que me pillaba dándole comida. “¡Así nos la podríamos comer y no tendríamos que quitar sus pelos del sofá todos los días!”
Yo no le hacía caso. Desde que había terminado el curso, ya no tenía más compañía que la de la perra, y por aquel entonces se había convertido en mi mejor y única amiga.
Gracias a Dios, mi hermano Diego apareció un día por casa sin avisar. Trabajaba desde hacía varios años en Móstoles, en un taller, y todos nos pusimos muy contentos de verle de nuevo. Me alegré aún más cuando me contó que la vida le iba muy bien, tenía un trabajo estable y bastante bien pagado arreglando coches, y por el pueblo se podía vivir tranquilo.
Entonces fue cuando mi padre decidió que ya nada nos unía a Madrid. Sólo mis abuelos vivían allí, y tampoco los veíamos demasiado, asique hicimos las maletas y nos mudamos a Móstoles. Así, sin más. Por suerte, Diego nos prestó dinero suficiente para pagar las deudas del banco. Nos instalamos en una pensión, sin tener nada planeado. Pero se estaba bien.
Aún seguimos viviendo aquí. A día de hoy, muchas cosas han vuelto a cambiar.
Mi padre tuvo que entregar a Crisis a la perrera puesto que en la pensión no nos dejaban tener animales, y mi hermano tampoco podía ocuparse de ella. No he vuelto a saber nada más de mi perra.
Ya no comemos caldo tan a menudo, aunque la comida de la pensión no es gran cosa. Al menos, no pasamos hambre.
En uno de sus viajes a Madrid para recoger cosas, mi padre se cruzó por las escaleras con la vecina que supuestamente se había marchado a vivir a las afueras. Según nos contó, ella le había dicho que no soportaba el campo, y que había vuelto a la ciudad.
El curso ha vuelto a empezar. Aunque no tengo muchas amigas, al menos cuanto con alguien a quien contar mis problemas y mis miedos, que es más de lo que he tenido en mucho tiempo.Pero, por último, y lo más importante… Es que no tengo que trabajar. Después de mudarnos, mi padre se ha puesto a trabajar en el taller con mi hermano. Con un contrato de novato, pero con contrato. Y lo mejor es que no me han vuelto a hablar de trabajo. No he dicho nada, por si cambian de idea, pero creo que su silencio significa que podré seguir estudiando, al menos durante un tiempo. Me hace feliz la idea. Y me alegra también no haber perdido la esperanza en todo este tiempo. Al fin y al cabo, tampoco está mal no dejar de soñar en tiempos de crisis.
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