lunes, 8 de junio de 2009

Natalia Lozano, de 4º A, ganó el Premio Literario de nuestro Centro

Natalia Lozano Rodríguez ganó el VI Certamen Literario de nuestro Centro con el relato "Las alas de Elisabeth". Aquí lo tenéis:

Las alas de Elisabeth

La encontró tirada en uno de los viejos pasillos del edificio. Estaba tumbada, casi inconsciente, sin fuerzas apenas para respirar. Porque… ¿Respiraba, no?
No, ya no respiraba.
Elisabeth intentó incorporarse, sentándose sobre el frío suelo de roca, pero casi no podía sostenerse. ¿Dónde estaba? No lo sabía. Aquel lugar parecía frío y solitario, aunque se encontraba lleno de luz y vitalidad. Entonces escuchó una voz junto a ella.
-Chica, ¿Estás bien?
Ella no contestó. Junto a ella se encontraba un joven de cabellos largos, que debía tener su edad. Elisabeth se asustó e intentó alejarse de él cuando se percató de las dos grandes alas blancas que flotaban a su espalda.
-Chica, tranquila, no voy a hacerte daño.
Elisabeth intentó tranquilizarse. El muchacho no parecía tener intención de hacerle nada. Más bien parecía querer ayudarla, allí arrodillado en el suelo junto a ella.
-¿Cómo te llamas, chica? –El joven parecía intentar se amable.
-Me llamo… me llamo… -La muchacha se quedó pensativa, intentando recordar. –Me llamo Elisabeth. Sí, mi nombre es Elisabeth.
-Bien. –Contestó el chico. –Yo soy Alexiel. ¿Sabes dónde estás, Elisabeth?
Ella se enfrascó en sus pensamientos durante unos instantes. Realmente, no quería saberlo. Ahora se temía lo peor.
-No, no lo sé.
-Piensa un poco, chica. Haz memoria. ¿Qué es lo último que recuerdas? –El muchacho parecía convencido en hacerla recordar.
-Recuerdo… -Ella intentaba pensar, pero cientos de recuerdos pasaban por su mente.
¿Qué era lo último que recordaba? Recordaba… recordaba ver la sangre teñir el suelo de los baños de rojo.
Sí, se acordaba. Se miró las muñecas con tristeza. Allí podían verse con facilidad dos grandes cicatrices con forma alargada. Estaban sanadas, completamente curadas, pero, sin saber por qué, Elisabeth podía sentir el dolor de aquellas cicatrices en su corazón.
Siguió pensando, recordando en silencio. Sí, podía ver la imagen de su muerte de forma nítida en sus recuerdos. Ella, tirada en el suelo, la sangre alrededor… y sus muñecas abiertas.
Fue entonces cuando se percató de que aún se sentía viva.
-¿Dónde estoy? –Aquello era una pregunta estúpida. Sabía dónde estaba.
-En el cielo. Estás muerta Elisabeth. ¿Ya no te acuerdas? –Contestó él de forma lenta.
-El cielo no existe. –Habló ella.
-Entonces tú y yo no existimos.
Durante unos instantes, ambos se miraron fijamente. Parecían estar retándose, para saber cuál de los dos llevaba razón. Pero Elisabeth no pudo soportarlo demasiado tiempo, y bajó la mirada, observando el suelo con tristeza. El silencio reinó en la sala, hasta que Alexiel se decidió a romperlo.
-No deberías estar aquí; Lo sabes, ¿verdad?
Ella lo miró con rabia. ¿Qué sabía aquel muchacho de ella? Y lo más importante… ¿Quién era él para juzgarla?
-Qué sabrás tú. –Empezó a hablar con desprecio.
El joven se puso de pie. Le tendió una mano para ayudarla a levantarse.
-Estás confundida. No soy tu enemigo, asique no te enfades conmigo. Ven, hay muchas cosas del cielo que tienes que ver; Te lo explicaré todo por el camino.
Elisabeth tomó la mano del ángel para levantarse, puesto que aún se sentía sin fuerzas. Ambos caminaron por el pasillo de forma lenta. Al rato, Elisabeth rompió el silencio:
-¿Por qué eres un ángel? –La pregunta fue simple, pero llena de interés. El chico la miró y luego sonrió.
-Tú también lo eres, lo que pasa es que aún no te has dado cuenta. –Entonces desplegó las alas mientras caminaban, sin dejar de sonreír. –Yo llevo mucho tiempo aquí, es por eso por lo que mis alas son tan grandes y fuertes. Tú acabas de llegar… Por eso ni siquiera te has dado cuenta de lo que ahora eres.
Elisabeth, una vez que había asimilado las palabras, giró la cabeza, mirando hacia su espalda. Pero su decepción fue mayúscula al ver que allí no había absolutamente nada. Entonces se volvió a girar para mirar al muchacho. Éste sólo se limitó a sonreír y hablar de forma lenta:
-Ya las encontrarás. –Siguió caminando por el pasillo. –Somos ángeles porque supuestamente merecemos serlo . Hemos obrado bien en nuestra vida, y ahora viviremos para conseguir que los demás también lo hagan. –Se paró para mirarla. -Todos tenemos una misión.
-¿Cuál es mi misión? –Preguntó ella. Su mirada reflejaba, como siempre, tristeza.
-No lo sé. Ya lo sabrás. –A él no parecía importarle. Ella comenzó a enfadarse.
-¿Y cuál es la tuya?
–Conseguir que descubras que eres un ángel. –La miró y sonrió. Pero ella frunció el ceño.
-No soy un ángel. Los ángeles no lloran. Los ángeles no se suicidan.
-Entonces el problema no es que no seas un ángel, sino que no deberías estar muerta. ¿No te arrepientes de nada? –Se paró en seco, y se sentó en el suelo. Ella se sentó junto a él. -¿Por qué lo hiciste?
A Elisabeth le costó demasiado encontrar las palabras. ¿Por qué vivir, si era fea y horrible?
-Porque soy un monstruo. –Contestó. –No sabes lo que es vivir viendo cómo las demás chicas, todas preciosas y con cuerpos de modelos, juguetean con sus novios y se divierten por las noches. ¿Para qué vivir, si yo no puedo hacer nada de eso?
-Pero si tú eres muy hermosa. –El chico la miraba asombrado. –¿Cómo puedes pensar que eres un monstruo? Mírate, chica. ¿Cuánto debes pesar? ¿Treinta y cinco? ¿Treinta y seis?
Ella se limitó a bajar la mirada. Podía no pesar mucho, pero seguía teniendo un cuerpo horrible y siendo fea.
-Tienes un pelo precioso. –El chico le levantó la cara, acariciándole la barbilla y le sonrió. Elisabeth se quedó mirando durante unos instantes sus ojos color miel. –Sólo necesitas cepillarlo un poco. Vamos a buscar tu habitación.
Se pasaron casi una hora recorriendo los pasillos del edificio sin resultado. En cada puerta se podía leer un nombre grabado con letras doradas, pero aún no habían encontrado una en la que pusiera ni un mísero “Elisabeth”. Ambos se miraron al rato y, cansados de buscar, se pararon.
-Es muy extraño. –Habló el chico. –Todos los ángeles tenemos una habitación. No entiendo por qué no encuentro la tuya.
Ella no dijo nada. Se sentía exhausta y sin fuerzas. A aquellas alturas le hubiese gustado quedarse tirada en el suelo y descansar.
-Ven, dormirás en mi habitación esta noche. –Hizo una pausa y le cogió la mano. –Ya veremos qué podemos hacer. –Tiró de ella para conducirla de nuevo por los estrechos pasillos hasta llegar, al cabo de un rato, ante una de las puertas. Elisabeth pudo darse cuenta de que en ella no había ningún nombre grabado; más bien podía verse un triste letrero colgando en el que ponía “Alexiel”. Debía de haberlo colgado él mismo.
El joven abrió la puerta y la invitó a pasar. La habitación era bastante modesta, pues no contaba con apenas muebles, y una cama individual residía en el centro. El cuarto de baño se encontraba a un lado, pasando por una puerta de madera.
Elisabeth no aguantó las ganas de tirarse sobre la cama y abrazar la almohada. Se sentía como si no hubiese dormido desde hacía siglos. Alexiel la miró y no pudo evitar sonreír.
-Duerme, chica. Intentaré solucionar lo de tu habitación. Nos veremos mañana.
Elisabeth se giró de forma brusca, pero antes de que pudiera protestar y preguntarle dónde iba a dormir él, Alexiel ya había cerrado la puerta y se había marchado.
La muchacha volvió a tumbarse sobre la cama y se quedó mirando el techo, pensativa. Después, agotada, volvió a abrazar la almohada. Ésta desprendía un ligero perfume. Elisabeth reconoció el olor de Alexiel impregnado en la tela y sonrió. Unos segundos después, cerró los ojos y el cansancio hizo que se durmiera.



Elisabeth se despertó con el cantar de algún pajarillo en la ventana. Abrió los ojos lentamente y luego se incorporó. Los rayos de sol iluminaban toda la habitación como si fuese primavera. Tardó unos segundos en acordarse de dónde estaba, luego se frotó los párpados. Aquello no había sido un sueño, seguía estando en la habitación de Alexiel. Entonces se sobresaltó. ¿Y Alexiel? ¿Dónde se había metido?
Como si le hubiese podido escuchar, el joven apareció por la puerta y sonrió.
-¡Buenos días princesa! ¿Has dormido bien?. –Se acercó hasta ella y se sentó en el borde de la cama, sin dejar de sonreír. Elisabeth asintió con la cabeza, aún bostezando. Le habría gustado que se hubiera quedado con ella en vez de marcharse. -¿Te encuentras mejor?
Elisabeth volvió a asentir. Él se rió.
-Ya he descubierto que eres poco habladora. –Hizo una pausa. –No he podido resolver el problema de tu habitación. Parece ser que no apareces en los registros. Es como si no estuvieras aquí. –Se llevó una mano a la barbilla, mientras se quedaba pensativo. –Es como si estuvieses sin estar.
Ella, que lo miraba un poco asustada, por fin pudo hablar.
-Y ahora… ¿Qué vamos a hacer?
-De momento, puedes quedarte en esta habitación sin problemas. –Antes de que Elisabeth pudiera hablar, él sacó una pequeña bandeja. –Te he traído el desayuno. Como no sabía lo que te gustaba he cogido un poco de todo. –Le cedió la bandeja, en la que se encontraban varias tostadas, cereales, roscos, un vaso de zumo y otro de leche.
Elisabeth miró toda aquella comida y luego sonrió.
-Gracias, has sido muy amable. –Pero Alexiel la miraba seriamente. - ¿Qué pasa? –Preguntó ella al darse cuenta de que la miraba.
-Nada. –Contestó él y volvió a mirarla como siempre lo había hecho. –Es sólo que es la primera vez que te veo sonreír.
Elisabeth se ruborizó sin darse cuenta y bebió un poco del zumo. Allí había demasiada comida. Más tarde le costaría encerrarse en el baño para vomitarla.
-Después ya no necesitarás comer. –Interrumpió Alexiel sus pensamientos, mientras es metía uno de los cereales en la boca. –Los ángeles no necesitan comer, ni dormir, ni nada por el estilo. Supongo que tú lo necesitas porque aún no estás acostumbrada. –Se quedó un momento pensativo. –Ahora vuelvo. –Se levantó de un salto y desapareció por la puerta sin despedirse.
Elisabeth se quedó sola en la habitación. Dejó la comida a un lado y se levantó, dirigiéndose hacia el baño. Se sorprendió al ver que era bastante más grande de lo que había imaginado. Pero lo que más le llamó la atención fue el gran espejo que se encontraba sobre el lavabo. Empotrado en la pared y enmarcado con piedras azules, daba un aspecto más alegre al lugar. Bajo el espejo, en una pequeña leja, junto con otros artículos, se encontraba un cepillo. Elisabeth lo cogió y comenzó a cepillar sus cabellos. Se miró al espejo mientras lo hacía. Al ver su reflejo, dejó de cepillarse y se acercó un poco más a él.
Acarició la superficie con la yema de los dedos, extrañada. Juraría que estaba un poquito más guapa que la última vez que se había mirado.

Al rato, Alexiel volvió a aparecer.
-Mira lo que te he traído, Elisa. –Canturreó desde la puerta. La chica se asomó desde el baño y se llevó las manos a los labios al ver el vestido blanco que sostenía Alexiel. Se acercó y acarició la tela suave.
-Es precioso, ¿De dónde lo has sacado? –La chica lo cogió, sin dejar de mirarlo.
-Me lo ha regalado una compañera. No puedes ir por ahí con esa ropa que llevas. Además, hace mucho calor para eso. Me voy y te dejo que te lo pruebes. ¡Cuando vuelva quiero vértelo lucir! –El joven no dejaba de sonreír. Con un gesto de mano como despedida, volvió a salir por la puerta. Elisabeth pensó que si volvía a marcharse así se enfadaría con él.
Se metió de nuevo en el baño y se miró con el vestido delante. Era un traje muy simple y veraniego, pero era bonito. Se lo probó al instante.
El vestido le sentaba bien. Muy bien. Aquella tela se pegaba a su cuerpo, y, a sus ojos, hacía parecerlo incluso bonito. Además, sus cabellos, rubios, largos, y tan ondulados, cayéndole por la espalda, la hacían parecer una princesa con aquel traje puesto. Se dio una vuelta delante del espejo. Sí, le gustaba.
Ya estaba dispuesta a abandonar la habitación cuando, desde el reflejo del espejo, pudo vislumbrar la figura del retrete al final del baño. Su gran enemigo, que esperaba a que ella vomitase aquel inmenso desayuno que Alexiel le había traído con todo su cariño.
Se acercó a la figura y la miró durante un instante. Sí, tenía que acabar con toda aquella comida antes de que se le acumulara en el cuerpo. Se inclinó sobre el water e introdujo uno de los dedos en su garganta. Ya sentía la primera arcada cuando se quedó mirando un trozo del vestido. Sí, el vestido que tan bien le sentaba.
Se incorporó, evitando las ganas de vomitar y bajó la tapa. Si aquel vestido le sentaba bien quizás fuese porque no tenía un cuerpo tan feo…
Justo en ese momento, escuchó como alguien tocaba a la puerta.
-Adelante. –Invitó Elisabeth, limpiándose la boca con una toalla.
-¿Te has vestido ya? –Escuchó a Alexiel desde la puerta.
-Sí, ya estoy. –Contestó Elisabeth saliendo del baño. -¿Qué te parece?
Alexiel se paró en seco. La observó de arriba abajo una vez, y después lo hizo de nuevo. Al momento enarcó una ceja. Ella, pensando que aquello debía significar que no le gustaba, se dispuso a entrar de nuevo en el baño, pero él la retuvo por la muñeca y la abrazó.
-Te queda perfecto. –Le susurró. –Estoy orgulloso de ti.
Elisabeth se ruborizó. ¿De qué estaba orgulloso? ¿De que no hubiese vomitado? ¿Cómo podía saber él eso?
Pero sus preguntas nunca pudieron ser formuladas, porque él ya tiraba de ella para sacarla de la habitación.
-Vamos a un lugar. Seguro que te gustará.

Alexiel la condujo por los pasillos, y, ya llegando al final, le tapó los ojos con las manos.
-Aún no puedes mirar. Si miras ahora, ya no será una sorpresa. –La condujo hasta el final sin dejarla mirar. –Vale, ya puedes mirar.
El muchacho apartó las manos y Elisabeth abrió los ojos. Ante ella crecía un grandísimo jardín, inundado de verdes plantas y árboles. Las enredaderas trepaban por las paredes y las flores, de todos los colores, nacían por la tierra y el césped.
-¿Te gusta? –Preguntó Alexiel a su lado, como siempre, sonriendo. Ella asintió y salió fuera. No podía creer que existiese un sitio así.
-Es precioso. –Asintió ella. Le llamó la atención un pequeño estanque a sólo unos metros y se acercó a él. Se sentó en la orilla, acariciando la superficie del agua con los dedos. Alexiel se sentó a su lado.
Ambos se quedaron un buen rato en silencio, limitándose a observar el paisaje. Elisabeth jugaba con los pececillos del estanque, intentando acariciarlos, y él miraba el cielo. Finalmente ella paró y se giró hacia el muchacho.
-Alexiel. –Lo llamó.
-¿Mmm? –Contestó el muchacho, algo despistado.
-He visto que en la puerta de tu cuarto no pone tu nombre. –Continuó ella. –Sólo hay un cartel. ¿Por qué?
El joven la miró unos instantes y luego volvió a fijar la vista en el cielo.
-Digamos que a mí me pasó algo parecido a lo que te ha pasado a ti. –Hizo una pausa mientras suspiraba. –Yo también estoy sin estar.
Elisabeth lo miraba, sin comprender. Pero él sonrió.
-No te preocupes por eso, chica. No tiene importancia. –El chico metió la mano en el agua y salpicó un poco a la muchacha.
-¡Oye! –Se quejó ella, pasándole la mano mojada por la cara.
El chico, para tomar venganza, metió ambas manos en el agua y la lanzó contra ella, empapándola. Elisabeth frunció el ceño al ver su vestido mojado y soltó un empujón demasiado fuerte al joven.
Alexiel cayó de cabeza al estanque, y sólo sus alas quedaron fuera del agua. Cuando salió, miraba con el ceño fruncido a la chica.
Ella se quedó mirándolo. Primero se llevó una mano a la boca, después, comenzó a reírse sin parar. Aunque Alexiel la miraba con enfado, no podía evitarlo. Su aspecto mojado y su cara seria hacían que la situación fuese irritablemente jocosa. Pero una vez que Elisabeth se llevó la mano al estómago, que ya le dolía de tanto reírse, él comenzó a reírse también, salpicándola de nuevo. No era capaz de enfadarse con ella.



Elisabeth se despertó nuevamente con el canto de los pajarillos y se desperezó. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuántos días llevaba allí? Había perdido la cuenta. Pero no le importaba, se sentía bien.
Se metió directamente en el baño, y, como cada mañana, se paró a mirarse en el espejo. Llevaba el pelo enmarañado y aún le pesaban los ojos, pero, a pesar de eso, se sentía preciosa. Y se sentía preciosa porque Alexiel le recordaba que lo era cada mañana al despertarse.
Se paró a pensar en Alexiel y sonrió. ¿Dónde se habría metido, que aún no había aparecido? Se peinó un poco y salió del baño, aún en camisón, prenda que, por supuesto, le había conseguido él. Desde luego no sabía de dónde sacaba todo aquello. ¿Lo compraría? ¿Se lo daría su familia?
Su familia…
Aquella palabra surcó su mente durante unos instantes. Su familia… no se había acordado de ellos en aquel tiempo. ¿Qué sería de ellos? ¿Cómo se encontrarían? Sus pensamientos la entristecieron. Salió a la habitación y se sentó sobre la cama. ¿Qué era de todos sus amigos? ¿La echaban de menos?
En ese instante Alexiel tocó a la puerta y entró sin rodeos. Iba a darle los buenos días cuando la vio sentada sobre la cama y con el rostro entristecido. Se sentó junto a ella y la abrazó.
-¿Qué te ocurre?
-Nada… -Contestó ella.
Pero él la miraba con sus ojos color miel, y la muchacha nunca había sido capaz de resistirlos. Al final acabó confesando.
-Es que… he estado pensando en mis amigos… y todo eso, ya sabes. –Pero Alexiel no parecía saber, porque la miraba sin comprender.
-¿Y qué pasa con ellos?
-Nada… es sólo que los echo de menos… -A la muchacha se le escapó un suspiro.
-Bueno… -Sabes que no hay vuelta atrás, ¿verdad?
Ella asintió de forma triste.
-Me lo merezco. Por suicidarme. –Elisabeth había bajado la mirada y ahora lloraba silenciosamente. Él la miró durante unos instantes y luego volvió a abrazarla.
-Ya está. –Susurró.
-¿Ya está qué? –Preguntó ella, levantando de nuevo la mirada.
-Pues que ya está, Elisa, ya puedes irte. –Alexiel la miraba con tristeza, y a la vez, sonreía. –Ya eres un ángel, porque ya aprecias el valor de la vida.
Ella lo miraba, sin comprender.
-Es extraño que aún no te hallas dado cuenta. –Sonrió él. –No figuras en los registros porque no deberías estar aquí. ¿No recuerdas lo que te dije? “Entonces el problema no es que seas un ángel, sino que no deberías estar muerta.” Tu misión es volver.
Elisabeth asimilaba las palabras muy lentamente. ¿No debía estar muerta?
-Duérmete. Cuando despiertes, todo habrá vuelto a la normalidad. –Alexiel seguía sonriendo de esa forma triste. Elisabeth no podía soportar aquella tristeza.
-¡No quiero irme! ¡Quiero quedarme contigo! –La chica se abrazó a él. No podía dejar de mirarlo. Sentía cómo el corazón se le partía al pensar en no volver a verle.
Él le acarició la mejilla mientras ella acercaba más su cara. Alexiel dejó rozar su nariz y después la besó lentamente, acariciando los labios de Elisa con dulzura. Ella correspondió su beso sin dejar de abrazarlo.
-Vete. –Susurró él.
-No voy a irme… ¿Qué será de ti? –Contestó ella, sollozando.
-Mi destino está contigo, Elisa. –La tranquilizó él. –Yo estaré contigo siempre. - Diciendo esto, Elisa puso una mano sobre el corazón del joven, y éste la besó de forma dulce.
La ayudó a tumbarse sobre la cama, y luego se tumbó a su lado. Ambos se quedaron abrazados, en silencio.
-Duérmete. –Susurró Alexiel y la besó con cariño… por última vez.



Elisabeth despertó lentamente, de forma suave. Se sentía drogada, cansada, sin fuerzas. Miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? Aquellas paredes le sonaban. Recordaba aquellos espejos… ¡Baños! ¡Los baños del instituto!
Elisabeth se incorporó, sentándose en el suelo. Su primera reacción fue mirar hacia sus muñecas. Perfectas, estaban perfectas. Las observó detenidamente, pero allí no había rastro de ninguna marca, cicatriz o herida. No había nada.
¡Alexiel tenía razón, volvía a estar viva!
Entonces el corazón le dio un vuelco. ¡Alexiel! Elisabeth estuvo a punto de gritar, pero se contuvo, comenzando a sollozar, tapándose la cara, llorando.
-Chica, ¿estás bien? –Una voz familiar sonó detrás de ella. Elisabeth se giró para mirar al joven que se acuclillaba detrás de ella. A pesar de las diferencias, pudo reconocerle. Llevaba el pelo corto, sus facciones eran más definidas… y las alas no flotaban a su espalda. Pero no tenía ninguna duda, era él.
Elisabeth se tiró encima del chico y lo abrazó.
-¡Alexiel! –Exclamo ella, abrazándolo, pero él la miró extrañado.
-¿Alexiel? –Esbozó una sonrisa, que a Elisa le resultó muy familiar. – ¡Es lo más extraño que me han llamado en mi vida! Llámame sólo Alex, princesa. Debes de haberte caído y te has quedado inconsciente. De todas formas, no sé qué haces en el cuarto de baño con unas tijeras; -Siguió hablando mientras señalaba las tijeras que se encontraban tiradas en el suelo junto a ella. –Eso puede ser peligroso. –Pero el chico sonreía.
Elisabeth lo miró apesadumbrada. ¿Él no era Alexiel? Sintió nuevas ganas de llorar.
Pero justo en ese momento, él volvió a abrazarla. Mientras ellos alargaban el abrazo, como si no quisiesen separarse jamás, Alex le acarició la mejilla y le susurró:
-Estoy orgulloso de ti.
Elisabeth sintió cómo se le empañaban los ojos, pero se sentía tan feliz que no deseaba llorar en aquel momento. Se secó las lágrimas con la manga, y el muchacho le ofreció la mano para ayudarla a levantase.
Ella la tomó y se levantó, aún con los ojos húmedos.
-Vámonos de aquí antes de que piensen que estamos haciendo algo malo. –Rió él. –¡Yo no debería estar en el baño de las chicas! –Y una vez más, salió del lugar sin decir nada.
Pero Elisa no fue capaz de enfadarse. Se sentía demasiado bien.
Ya casi había salido cuando pudo ver su reflejo en el espejo. Acariciando el marco de la puerta, se giró lentamente para mirarse. Giró la cabeza para mirar su espalda, pero una vez más, no pudo ver nada. Pero ahora las sentía allí, muy firmes. Sus alas. Se sentía viva.
Se acercó a su reflejo y lo acarició. Su reflejo le devolvió la caricia con una sonrisa. Aquella chica del espejo parecía querer decir “Qué guapa estás” o “Qué bien te ves hoy”. Elisabeth asintió. “Qué guapa estoy hoy…” y sin decir nada más, salió por la puerta detrás de Alexiel, sonriendo.

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